Más de sesenta personas (entre ellas varios artistas de proyección internacional como Adolfo Ramón o Jonathan Hammer) fueron acercándose el sábado por la tarde para poder contemplar las obras y saludar o conocer a la pintora.
Después de haber expuesto en numerosas salas (Madrid, Pamplona, Zaragoza, Huesca...) Mila Arizón ha transcurrido casi una década alejada de los espacios expositivos. Es un motivo de enorme satisfacción y orgullo el que haya elegido nuestra sala para volver a compartir con el público su mirada, su quehacer íntimo, pausado y elegante y su anuncio de continuidad y afirmación como artista plástica con un lenguaje propio. Lenguaje perfectamente definido que comunica un mundo personal y reconocible: la Naturaleza, la que nos rodea y aquella que Mila lleva dentro desde la infancia para transitar por lo prosaico a modo de luz que guía los pasos.
La elección del color es significativa: los tonos fríos de los grises y azulados hablan de los caminos llenos de vegetación profusa -cardos, ramas, líquenes y briznas de hierba- en los que se encuentran los nidos, las huellas (sobre la nieve, en el polvo del sendero, en las arenas de las orillas de los ríos)... Estos elementos nos transmiten una sensación de pasado, de lo ido, de dificultades superadas, de trecho recorrido... y nos dicen que no hemos hecho el camino solos aunque no entendamos bien cómo lo hicimos ni quien nos acompañó efectivamente. Y surgen entonces las preguntas. La búsqueda se vuelve pincelada ágil, determinada, indagadora, quiere testimoniar "la sutil ausencia del que pasó y ya no está". El trazo rubrica, con la delicadeza que es signo de distinción de la autora, lo que la mirada traslada al cerebro para que éste transforme la perplejidad que procura la existencia (con su caducidad y sus heridas) en un atisbo de comprensión.
Y llegados a este punto, a esta epifanía, nos encontramos con un giro (no brusco, en el caso de Mila resulta inconcebible), una pausa, un alto en la senda. El color se torna cálido y los abigarrados matorrales quedan atrás. La mirada ya no pasea por el cielo buscando nidos ni mira hacia el suelo contemplando huellas. Hay un nido, sí, pero es distinto. Se trata del nido de un abejaruco. Para quien no haya visto nunca uno, el abejaruco es una maravillosa ave multicolor que nos visita en la época cálida y que construye sus nidos en las paredes de barro. En el cuadro de Mila, el nido del abejaruco es un círculo oscuro. Una entrada que muy bien puede ser, en cambio, una salida (algunas líneas podrían apuntar a que estamos mirando el nido desde dentro) y que, se me antoja, se transforma en una puerta (como lo fue el espejo para la Alicia de Carroll).
Si nadie puede poner puertas al campo, nada puede ya detener el torrente creativo de esta pintora de la que esperamos que siga sorprendiéndonos y compartiendo su arte.
Ribagorza: tierra llena de sensibilidad, imaginación y seres hacedores y recolectores de emoción y belleza. Si os encontráis por estas tierras durante el mes de julio, no perdáis la oportunidad de reconfortar el espíritu con la pintura de Mila Arizón.
"Rastro herido" en palabras de la propia autora:
"Siempre me he sentido íntimamente unida a la Naturaleza. Pensé en los rastros y huellas que se encuentran en el monte. Los rastros de animales o personas cuentan historias. Queda la sutil ausencia del que pasó y ya no está. Cuando encuentras una huella, en ese momento sólo queda silencio y soledad; pero piensas ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Cómo?
Es una metáfora del paso del tiempo y las heridas que nos va dejando la vida"
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